Los hechos de violencia desencadenados luego de la muerte a cuchilladas de Diana Ramírez a manos de su pareja, y de la que decenas de vecinos fueron testigos, aún causan estragos.
Los cristales en pedazos siguen en el piso de un modesto apartamento del centro de Ibarra. Pasaron más de 12 horas del ataque y una pequeña niña, de apenas 7 años, quiere juntar los filosos vidrios en un solo lugar. Sus manos son pequeñas para sujetar la escoba y sus pies apenas los cubren unas chancletas.
Ella barre una y otra vez el piso, para volver a tener su casa como estaba el pasado domingo. La pequeña vive con su padre Rafael, y otras 15 familias venezolanas, en una residencial de la capital de Imbabura.
Aquí hay ingenieros, informáticos, maestros, empleados públicos, hombres y mujeres de la tercera edad, niños, mujeres que usan muletas para caminar y un joven que se moviliza en silla de ruedas.
Todos, paradójicamente, escaparon de la violencia de Venezuela, buscando un mejor futuro en Ecuador y para ellos Ibarra era el sitio ideal.
Pero la residencial donde vivían fue atacada por una muchedumbre, que violentamente quiso sacarlos de su hogar, con la excusa de que un venezolano mató cruelmente a Diana, una joven ibarreña, la noche anterior.
El crimen detonó las ideas que desde el año pasado se inculcaron en esta ciudad, que los extranjeros abarataron la mano de obra, que se llevaron las fuentes de trabajo y aumentaron la inseguridad. El departamento de Rafael está en el segundo piso de la residencial.
Allí con otros venezolanos montaron un taller para reparar cocinas y alquilar máquinas de lavar. Ese trabajo mejoró las condiciones económicas de los suyos en Ecuador y en su país.
La noche del domingo todos estaban en casa siguiendo lo que sucedía en Ibarra por redes sociales. Tenían temor de que la residencial fuese la siguiente parada en esa ola de violencia como ocurrió en la terminal terrestre y en hostales que reciben a los extranjeros.
Ellos calculan que vieron a unas 500 personas aproximarse por la calle y pensaron en lo peor cuando empezaron a forzar la puerta metálica de entrada. Se llevaron a las mujeres y niños a un cuarto y aseguraron la puerta con todas sus fuerzas.
Todo era oscuridad, desde adentro solo escuchaban los insultos, el ruido de las ventanas que se rompían, de las puertas que se dañaban a golpes, de cómo destruían sus máquinas y herramientas. La turba encontró la habitación donde se escondían.
Los hombres juntaron todas sus fuerzas para sostener la puerta, mientras suplicaban que por los niños frenaran el ataque. Un ecuatoriano, Milton, nacido en el barrio quiteño de La Tola, los defendió.
Él vive con ellos en la residencial y también quisieron entrar a su departamento, pero los enfrentó y logró de esta manera ayudar a sus vecinos.
Los atacantes dejaron el departamento de Rafael destruido, se llevaron las herramientas de su trabajo, la computadora y otros pequeños artículos. Solo les quedó lo que llevaban puesto en ese momento. Doce horas después de los eventos no se sienten seguros.
Así lo reconoce Enma Valero, quien llegó hace nueve meses a Ibarra. No había parado de llorar desde la noche anterior, este día no fue a trabajar en las cabinas telefónicas que la contrataron. Los rumores de que los ataques a venezolanos seguirán la tienen inquieta.
Fuente: El Telégrafo